Mis pies cansados desisten de seguir y juntos nos subimos a un microbús, que viene a ser como una lata de sardinas motorizada para transporte de personas donde caben cómodamente ocho personas, pero llegan a entrar hasta dieciséis. Y de ponerse de pie ni hablemos. Apenas de rodillas. Es ideal para zambullirse y desenvolverse cual anguila en la maraña circulatoria, rápida y escurridiza. Con acelerones suicidas y pitidos nos vamos colando entre los demás vehículos, inventando carriles inconcebibles. Ya llevo aquí casi un mes y empiezo poco a poco a encontrarlo divertido, hasta exigirlo cuando el conductor es más perezoso de la cuenta, aunque sentir cierto vértigo mortal es inevitable.
Prácticamente todos los edificios de la ciudad están corroídos por el humo y tienen el color propio de un tubo de escape por dentro. Todos salvo muchas mezquitas, algunas de las cuales son impresionantes, flores que han resistido al maltrato en medio de este loco jardín, que así da cierta imagen de estar dejado ‘de la mano de Dios’. Claro, a una guinea (12 céntimos) el litro de gasolina… el coche para todo y ‘traficazo al canto’.

Paseo junto a una de las muchas mezquitas cairotas.
Nos bajamos en el centro, Tahrir, la mítica plaza que no hace tanto bullía de esperanza y que ahora solo es el punto central del comercio de la capital egipcia, aunque algunas tiendas de campaña aún resisten en el centro neurálgico de la plaza, recordando lo que no se debe olvidar y lo que muchos temen que vuelva a repetirse con el inevitable advenimiento de los islamistas en las próximas elecciones. De mal en peor.
Unos niños me saludan al verme gritándome de entre las tiendas “inna ashabab jamsa wa ashrin ianar” (“somos los jóvenes del veinticinco de enero”, día más significativo de la revolución, cuando finalmente dimitió el presidente Mubarak). Intento hablar con uno de ellos, pero no parece estar interesado, quizá no se fíe. Mira por donde, el único cairota que no quiere ser amigo de un extranjero es aquel que más me interesa. Pero no fuerzo la situación, ya habrá tiempo. Luego intento hacer unas fotos a las tiendas desde lejos y empiezo a notar que unos reflejos de luz verde me ciegan. Miro y veo que me hacen señales desde la acampada para que no haga fotos. Una mujer mayor a mi lado vestida con el velo típico egipcio me explica que no se pueden hacer fotos, pero tras hablar unos minutos con ella sobre quién soy y qué hago aquí, decide interceder en mi favor y consigue convencerlos, con la salvedad de que no salga la cara de nadie.
Atravieso la rotonda de Tahrir, que ronda entre los cuatro y los nueve carriles según el momento, atestada de coches, y voy con mis compañeros de viaje a dar un paseo por los alrededores. La plaza está rodeada por los majestuosos hoteles Sheraton y Hilton y por el edificio ‘mugamma’, pura burocracia árabe de doce o trece plantas donde he tenido que renovarme el visado y demás papeleos, tareas tan aburridas y desesperantes de hacer como de contar.

Muro de graffitis en recuerdo de la revolución, junto a Tahir.
Por un lado de la plaza se extienden las calles céntricas del Cairo con toda clase de tiendas de multinacionales, Zara, Mc Donalds y demás, pero escondida en un lateral hay una callecilla con un precioso mural de graffitis de los días de la revolución, con inscripciones de frases ya míticas o recordatorios de algunos compañeros caídos. La verdad, precioso y conmovedor. Preguntando a los transeúntes descubro que ninguno tiene muchas ganas de hablar de aquellos días. Aunque los recuerdan con cariño y admiración, saben que aún no se ha conseguido nada. Aún están en la mitad del camino, rodeados de la calma tensa que precede a la formación del nuevo gobierno más que probablemente de corte islamista. Son esos los asuntos que ahora les preocupan.

El Nilo, sus islas y sus riberas
Del otro lado de la plaza llegamos al Nilo, la vida del Cairo, de Egipto y de gran parte de África. Contemplar un atardecer apoyado en la baranda de uno de sus muchos puentes con la brisa del río acariciándote la cara es uno de los mejores placeres de esta ciudad. Además ¡¡¡es gratis!!! Los rascacielos se agolpan en su ribera y en la enorme isla de ‘Zamalek’que surge en mitad del Nilo, donde se encuentran la mayoría de las embajadas, los centros culturales europeos, los teatros, las salas de conciertos y toda la vida moderna de la ciudad. Es la zona más occidental, la más limpia y donde viven la mayoría de los extranjeros. Aquí la vida es igualmente bulliciosa y trepidante, pero es de otro color: se nota la influencia extranjera en los comercios, las calles o los edificios. Por un lado te sientes más como en casa, pero por otro pierde mucho encanto.
Imbuidos por un nuevo aire que nos recuerda quienes somos y de donde venimos, decidimos acabar el día de una forma más española, echando unas cervezas. Eso sí, en un bar típico donde suelen ir los egipcios cristianos y algún que otro musulmán de creencias más flexibles, el ‘Hurriya’ (libertad), que está al lado de Tahrir. Una última y necesaria alegría para terminar el duro día yéndose a la cama con una sonrisa.
Tormenta de arena en un desierto superpoblado
El cielo se ha puesto gris,
gris casi amarillo, y pesa.
Pesa respirar al caminar
como el sudor de mis rodillas.
No hay que huir del sol
pues él ya se ha escondido y ahora,
encerrado en una olla cubierta entre humo y polvo
SOY presa fácil.
Bajo una segunda piel se protegen
piel que oculta la sonrisa de una mujer,
mujer cuyos ojos miran a mis pies,
pies mios que van andando sin ver.
Fruta y carne, agua y té.
Gracias.
El café es delicioso,
sabemos hacer lo que hacer sabemos.
Hemos sabido ir,
sabemos quedarnos
y esperar,
pero aún no hemos aprendido a volver.
Y una triste voz es disparada desde el minarete
con un bostezo, al abrigo del sopor,
de fondo,
como esbozando un sueño.
De pronto vuelve el viento,
pero este ya es otro,
y desgarra el frío del cielo
de cuyas entrañas renace el vivo celeste,
y el sol de fuego.
Entonces el verde vuelve a ser verde,
y el rojo vuelve a ser rojo,
y de mis ojos achinados, de repente,
desaparece la bruma.
¡Danos tu opinión!