09
mayo

Viaje desde Israel a Jordania

Mi segundo viaje me lleva fuera de Egipto a través de la frontera del Sinaí hacia Israel y luego hasta Jordania para terminar volviendo por el mismo camino hacia el Cairo.

El día de la partida teníamos que coger a las once de la noche el autobús del Cairo a Taba, un pequeño poblado que vive por y para la frontera, por lo que solo hay allí unos cuantos complejos hoteleros lujosos a orillas del Mar Rojo y edificios militares. Por la mañana fuimos calentando motores dando un paseo por Tahrir, donde vuelve a sentirse el palpitar del pueblo con vistas a las elecciones presidenciales del próximo mes. Por la tarde, haciendo la maleta, una idea que es casi un presentimiento me da vueltas en la cabeza. “¿Que dirán en la frontera israelí de mi pasaporte?”

Saludamos a una policía diciendo salam –árabe– y nos contesta: de aquí en adelante no más salam, aquí decimos shalom –hebreo-

Las más de siete horas de viaje en autobús nos dejan exhaustos. Recorremos caminando unos dos kilómetros entre el Sinaí y el Mar Rojo hasta llegar al control fronterizo de salida de Egipto. El edificio parece más bien una estación en desuso y abandonada: paredes y techos con desconchones y manchas de humo por doquier, mobiliario viejo en estado precario, decoración austera por no decir inexistente y un par de funcionarios remolones que a las siete y pico saborean su primer té de la mañana y nos despachan sin prestarnos demasiada atención. A esa hora solo cruzábamos mis dos compañeros de faena habituales, Javi y Ainoa, y yo junto con un par de parejas hebreas que viajaban con nosotros en el autobús. Desolado en medio del desierto, desalentador comienzo.

Frontera de Israel.

Frontera de Israel.

Nada más cruzar al otro lado percibimos el cambio de país, de cultura, de mundo. Edificios nuevos y limpios, funcionarios atentos apostados tras sus mostradores o caminando laboriosos de un lado a otro y barreras por todas partes cortando el paso. Un pequeño fortín con cierto disfraz de parador turístico. En el primer mostrador, una oficial de policía (también nos sorprende por venir de donde venimos, ¡una mujer en camiseta y sin velo!). La saludamos diciendo salam – árabe – y nos contesta de aquí en adelante no más salam, aquí decimos shalom –hebreo -.

Pedimos disculpas estupefactos ante el cambio de modales en la gente y nos colocamos en la cola de entrada al edificio principal. Estábamos nerviosos y cansados, intentando repasar el discurso acordado. Debía de notársenos porque una oficial le pidió el pasaporte a Javi, justo en el momento en el que una paloma gris entró por la puerta volando sobre nuestras cabezas y se posó sobre una tubería del techo, recalcando la ironía.

Segundo control de maletas, sin problemas, y nos dirigimos al tercero y último, el de pasaportes. Ainoa pasó sin problemas, le cayó en gracia al funcionario, y Javi tuvo alguna dificultad por sus problemas con el inglés, pero tras las preguntas de rigor “motivo de la visita, motivo de la estancia en Egipto, por qué estudias árabe”, le dejaron pasar en “solo” quince minutos.

En la frontera israelí me retuvieron durante siete infernales horas para interrogarme

A mi, por el contrario, me retuvieron durante siete infernales horas, con la incertidumbre de si me iban a dejar entrar o no en todo momento y siendo interrogado a cada rato. Primero me dijeron que retenían mi pasaporte porque estaba dañado (se despegaba el interior de la portada) y se lo llevaron al despacho de la jefa de policía de la frontera, en cuya puerta me hicieron esperar. Me llamaban cada tres cuartos de hora para que entrara en la habitación a ser interrogado por la jefa.

Me preguntó todo sobre mi pasado, mi presente, mi vida, todo. Incluso sacó información de hace tres años y medio, cuando intenté entrar en Israel con un amigo alemán de origen palestino y fuimos rechazados, y me preguntó todo sobre él. Así, entrando y saliendo, contemplando a modo de tortura cómo la gente cruzaba la frontera unos tras otros con más o menos problemas mientras yo seguía ahí preso, charlando con los que se quedaban más rato en mi misma situación, sufriendo las miradas de indiferencia o, hasta de burla de los policías israelíes que pasaban a mi lado, y tocando la guitarra a los niños que pasaban para intentar sacarle una sonrisa al lugar mientras mis manos temblaban de cansancio e impotencia y mi cabeza perdía todo rigor y toda defensa ante los interrogatorios subsiguientes, que cada vez eran más espaciados y con menos sentido.

Durante el interrogatorio me preguntó todo sobre mi pasado, mi presente, mi vida, todo.

De esta guisa pasé las seis horas más humillantes de mi vida, hasta que al final llegó un hombre, supongo que de la policía especial israelí, que habían hecho venir expresamente para mí, y me estuvo interrogando durante una hora entera, apuntando todo lo que le decía, afinando mucho sus preguntas y repitiéndolas cuando mi respuesta no le convencía. Su mirada se clavaba en mis ojos inquisitiva y desafiante- Esto unido a mi cansancio me hacía dudar de cada pregunta, de cada respuesta, de cada gesto. Finalmente se apiadó de mí. Comprobó que en efecto no soy, no era, más que un estudiante sin importancia de turisteo por Israel y me dejó pasar, a las tres de la tarde, más de siete horas después. Todo ese tiempo, toda esa agonía la sufrieron igualmente mis compañeros de viaje, que me esperaban a la salida del edificio, que entraban a cada rato a ver cómo estaba, qué pasaba, a darme algo de beber y comer para que no desfalleciera y ánimos. Cuando me vieron finalmente aparecer por la puerta, ni uno ni otros lo creíamos.

Haciendo autoestop en mitad de la nada.

Haciendo autoestop en mitad de la nada.

Lo que sí no creímos es que fuera la víspera de la fiesta judía en honor a Moisés, que hasta tres días después no hubiera autobuses a Jerusalén, donde nos esperaba un amigo de Javi, y que nos encontráramos atrapados en Eilat, un pueblo playero israelí a cuatrocientos cincuenta kilómetros de Jerusalén, los doscientos primeros de puro desierto.

A problemas desesperados medidas desesperadas: tomando un sándwich decidimos hacer autoestop. La gente que nos veía caminar por la autovía a las cuatro de la tarde bajo un sol abrasador dirección al desierto debía de alucinar. Era principio de un puente y nadie se iba de la costa, todos se dirigían a ella. Sin embargo, esta vez la suerte nos echó una mano: un joven israelí nos llevó en su lujoso todoterreno, donde pudimos descansar y ver el atardecer en el desierto montañoso. Nos dejó a unos doscientos cincuenta kilómetros de Jerusalén, donde empezaba la civilización y nos fue más fácil ir encontrando coches que nos iban acercando poco a poco a nuestro destino. Tres destartalados españoles en medio de ninguna parte en Israel cargados con nuestras mochilas y mi guitarra eran demasiado pintorescos como para que la gente no nos recogiera, aunque fuera por mea curiosidad.

Imagen nocturna de la muralla de la ciudad.

Imagen nocturna de la muralla de la ciudad.

A las once y media de la noche, veinticuatro horas después de salir del Cairo, llegamos a Jerusalén, encantados ante el paisaje boscoso de sus alrededores y la majestuosidad de la muralla que rodea la ciudad antigua. Lejos de amilanarnos ante el cansancio, visitamos antes de irnos a dormir el Monte de los Olivos, donde hoy día yace un cementerio judío. Allí le relatamos nuestra aventura a Max, el amigo de Javi que nos acogería en los días siguientes. Entre las tumbas de los israelíes, nuestra historia cobraba aún más dramatismo.

Interior de la iglesia del Santo Sepulcro.

Interior de la iglesia del Santo Sepulcro.

A la mañana siguiente paseamos por la ciudad antigua, lugar por el que se podría estar deambulando toda la vida sin llegar a cansarse: pura historia en cada uno de sus rincones, típico bullicio de mercaderes árabes que hacen imaginarse lo que sería esa ciudad hace dos mil años. Visitamos la iglesia del Santo Sepulcro justo en la mañana de la pascua ortodoxa, por lo que estaba abarrotada de devotos con trajes pintorescos y de rezos en idiomas ininteligibles, todo bajo el exhaustivo control de la policía y el ejército, que conforman una imagen constante de la que es imposible deshacerse en toda la visita a Jerusalén.

La ciudad antigua emanaba religiosidad por todos sus poros en esos días, así que tras agotar nuestra dosis de espiritualidad matutina, fuimos a una zona más moderna a tomar una cerveza acompañada de un concierto callejero de un grupo de funky israelí. Bella muestra de la bipolaridad de esta ciudad y del país. De la situación de los palestinos no hablaré, ya es por todos harto sabida.

Al atardecer volvimos a la casa donde nos acogían. Al encontrarse al lado del muro de las lamentaciones fue el lugar idóneo para disfrutar del espectáculo de observar como acudían presurosos los judíos ortodoxos al rezo de la tarde en honor a Moisés, e incluso nos unimos a ellos para ver de cerca el simbólico lugar. Ni que decir tiene que el espectáculo impresiona, seas de la creencia que seas.

Vista del muro de las lamentaciones.

Vista del muro de las lamentaciones y su explanada desde la ventana de casa.

Para cerrar el círculo, esa noche fuimos a una fiesta en Ramallah, en territorio palestino, en una especie de discoteca un poco escondida donde se mezclaban los árabes borrachos con los europeos que se encuentran allí trabajando, la mayoría en cooperación o periodistas. Conocimos a unas cuantas buenas personas que volverán a estar ahí en la próxima visita, o que vendrán a visitarnos al Cairo. Por la mañana despertamos resacosos en Ramallah y observamos la verdadera ciudad durante el día, sorprendidos de lo tranquila y apacible que resultaba, ausente por completo al conflicto en el que se encuentra inmersa, a diferencia de Jerusalén, donde por el permanente estado de tensión parece que vaya a explotar de un momento a otro.

Resulta sorprendente lo tranquila y apacible que resulta Ramallah, ausente por completo al conflicto en el que se encuentra inmersa

Con resaca incluida, realizamos una visita guiada por una granja a las afueras de la ciudad para conocer como se ganan la vida sus habitantes. El granjero palestino había pasado muchos años exiliado en EEUU, por lo que hablaba perfecto inglés. Nos enseñó sus animales, sus ovejas, cabras y demás, mientras nos contaba cómo sobrevivía día a día a las afrentas de los israelíes, cómo se las ingenia para hacerse un hueco en un territorio ocupado. Luego dimos un paseo campo a través y contemplamos que el paisaje palestino nos recodaba tiernamente a los parajes andaluces. Para concluir la visita nos llevó a su casa, dónde su mujer nos enseñó como hacen allí el queso artesanalmente, proceso del que tomé buena nota para traerme la receta a España.

Campo en Palestina.

El campo de Palestina recuerda las tierras andaluzas.

Ya de noche volvimos a Jerusalén y visitamos nuevamente la iglesia del Santo Sepulcro, pero esta vez con motivo de la celebración de la pascua de los etíopes, lo que nos permitió conocer la parte trasera del templo, que no habíamos visto en nuestra anterior visita. El patio estaba presidido en el centro por una gran habitación con forma de cúpula y la periferia se encontraba repleta de pequeñas viviendas, donde residían algunas familias, al parecer, desde tiempo inmemorial. El lugar y los alrededores estaban completos, no cabía un alma al comenzar la ceremonia. Era absolutamente estremecedor y solemne ver a miles de etíopes vestidos entero de blanco y susurrando sus rezos todos al unísono como una sola voz que pareciera salir de la tierra misma. Yo simplemente cerré los ojos y me entregué a la atmósfera armoniosa. Precioso.

Javi y yo dando los últimos pasos en Israel.

Javi y yo dando los últimos pasos en Israel.

Terminada la ceremonia ya entrada la noche, fuimos llevados a Ramallah a pasar la noche en casa de un amigo belga que trabaja para UNICEF. Por la mañana, fuimos a Jericó, que está al lado de Jerusalén, la ciudad más baja del mundo, es decir la que está a más metros por debajo del nivel del mar, unos cuatrocientos. No os podéis imaginar lo sofocante del ambiente, incluso a las diez de la mañana.

Desde ahí intentamos cruzar a Jordania, pero es una frontera solo para palestinos, así que tuvimos que coger un bus hasta el paso fronterizo del norte. En el camino, volvimos a sufrir trato vejatorio al salir de Cisjordania y entrar en Israel, al igual que en la salida del país, aunque nada comparado con la primera vez. Los últimos cinco kilómetros de camino los hicimos andando. Nos negábamos a pagar los precios desmesurados de los taxistas israelíes. De nuevo guiados por nuestros pies cansados concluimos la primera parte de nuestro viaje y comenzamos la segunda, pisando suelo jordano, un poco cansados de tanto ir y venir y bastante impresionados por los episodios que ahora dejábamos atrás, incluso indignados en parte, pero muy contentos por la experiencia vivida. Un poco más humanos, quizás. Veremos a donde nos llevarán ahora nuestros pies.

 

Comentarios en este artículo

  1. Primito,sigue andando, viviendo y contando para yo poder estar un poquito más cerca de ti desde aqui.
    Un beso fuerte y espero que cuando vuelvas me lo cuentes de nuevo con una cervecita fresquita…eso si,stella no será.

    Nora Rabasco
  2. […] autobús hasta Aqaba, ciudad portuaria al sur de Jordania, taxi hasta la frontera con Israel, que esta vez sí cruzamos sin problemas. Hacemos autoestop de nuevo de una frontera a otra, unos veinte o treinta kilómetros, y la suerte […]

    Viaje de Israel a Jordania II | Memorias de fábrica

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