Con la cabeza más fría y el estomago mas asentado, aunque se me volverá a revolver según vaya fluyendo la historia, me dispongo a relatar el acontecimiento culminante de mi estancia en Egipto: mi visita a una «manifestación», o a una revuelta, según se mida. El relato no es otra cosa que una copia de mis apuntes tomados aquel mismo día, 4 ó 5 de mayo de 2012, en el momento en el que llegué a casa y finalmente me sentí seguro, a salvo. Creo que con esto puedo dar carpetazo a mis escritos sobre Egipto y pasar al siguiente plano. He tardado tanto porque no quería escribir de otra cosa antes de terminar con esto, y no era capaz de terminar con esto hasta haber puesto tierra de por medio.
No hacen falta más presentaciones. Espero que lo disfruten
Como describir lo vivido. No hay palabras, al menos por sí solas, para describir las emociones vividas: el miedo, la tensión, la pasión, la fuerza, la emotividad: guerra.
Panorámica de Tahrir
Primero en Tahrir, subiendo pesadamente las escaleras de la boca de metro, nos conmueve el sonido de miles de gargantas al unísono gritando, cantando. Al pisar la acera bajo el ardiente cielo azul despejado y mascar el denso ambiente, nos sentimos abrumados por la marea humana desplegada en la plaza, por la tremenda infraestructura con la que cuentan para hospedarse, descansar y dar mítines. El bochornoso calor de las 1 y media de la tarde en el centro del Cairo no hace mella.
«No a la Matanza de egipcios a manos de egipcios», reza la pancarta
Realizamos unas vueltas de reconocimiento alrededor de los centros de acción, así es el modus operandi inicial. Hay barreras humanas en las principales entradas de la plaza, y exigen reconocimiento, es decir presentar el ID o pasaporte para acceder. Son las cosas de los Hermanos Musulmanes, principal grupo de la disidencia en cuanto a organización. Ellos son los que están dando los mítines, hablando con voz clara y firme sobre sus propuestas y enardeciendo a las masas con los eslóganes predeterminados.
Un mitin visto desde el bullicio. A lo lejos, la gente subida en las farolas
Barrera humana de control en uno de los accesos a la plaza
Salimos de la plaza y damos una vuelta satelital; no se observa presencia alguna del ejército ni de la policía. La concentración de Tahrir es legal. Perfecto. Están todos en el otro punto caliente del día, la zona de Abassiya. Hacia allá nos dirigimos en taxi mi compañero Ahmad, Sharaf un compatriota jordano que hace de intérprete de una periodista americana que nos acompaña y yo. Ya llegando, pasando por encima de un puente, observamos una multitudinaria marcha que se dirige a nuestro objetivo, pero el taxista nos indica que mejor nos bajemos más adelante para acceder a la zona en sí desde un punto más seguro. Nos bajamos un par de kilómetros más adelante, en una especie de cruce donde confluyen varios puentes que van a parar a tierra firme en medio de un cruce de avenidas principales, y nos damos de bruces con otra marcha a la que nos unimos por la cola. Avanzamos algo tensos entre gritos de eslóganes que más tarde habremos memorizado.
Unidos a una marcha llegando a «Abbasiya»
Tras un rato caminando entre la multitud reconociendo rostros y gestos de complicidad y entusiasmo, nos vamos contagiando, sintiéndonos más cómodos y deshinibidos, y perdiendo los nervios y la desconfianza iniciales. Se nos va calmando el miedo.
Ya en la bifurcación de entrada a la calle de la universidad de Ain Shams, al final de la cual se encuentra el frente de batalla, se detiene y dispersa la marcha, dirigiéndose la mayoría de la gente hacia la avenida de la universidad, que se encuentra más transitada que nunca y repleta de vendedores ambulantes de dulces y té; los encargados de mantener en pie el vigor de la revuelta. En ese punto nos detenemos un rato, recabando información, asentándonos en el terreno y fotografiando algunos personajes curiosos, como uno con una careta de «anonymous» que sostiene una pancarta con la imagen de un compañero caído.
Manifestante con la careta de «Anonymous»
Realizadas las preguntas pertinentes y reconocido el entorno, decidimos seguir hacia donde se dirige la multitud. En ese momento me entran ciertas dudas, el miedo que ejerce su efecto tenebroso ante lo desconocido, ante el peligro: lo afronto, lo razono y decido seguir. Este mismo proceso se repetirá aún varias veces, ante cada avance, con idéntico resultado. Así, nos adentramos en territorio comanche.
Entrada a la avenida de «Ain Shams»
Poco a poco, las caras de ilusión y complicidad van convirtiéndose en rostros tensos, algunos desencajados, otros rabiosos; los corrillos de debate político son sustituidos por airadas discusiones sobre la logística de la batalla, y ya nuestros sentidos empiezan a vislumbrar el final, el culmen, donde el bullicio y el trasiego de personas se convierte en una masa humana, una enorme marea que se extiende a todo lo ancho de la avenida y que incluso parece vibrar, balancearse empujando a una fuerza opuesta que desde el otro lado de momento solo aguanta y repele: el ejército.
El frente de batalla
La avenida está dividida en dos por una valla metálica de unos tres metros de altura, por lo que hasta el final de esta no divisamos la otra parte. En la que sí vemos, ya hemos dejado atrás las tiendas de campaña donde algunos cuerpos exhaustos descansan y el hospital que han improvisado bajo un par de grandes toldos. Las motocicletas hacen de ambulancias transportando a los heridos; el conductor pita sin cesar y vocifera para apartar a las masas mientras las esquiva a una velocidad que excede la temeridad incluso en esa situación, teniendo que frenar bruscamente a cada instante para evitar males mayores; en medio algún joven anónimo sangrando por la cabeza y tapándose la sangre con la mano o «passed out», inconsciente debido al fragor de la batalla; detrás como tercer pasajero un tipo va sujetando al herido para que no caiga. De nuevo nuestros pasos deben detenerse un tiempo hasta que nuestros ojos y nuestra mente asimilan la tensión a la que estamos asistiendo y nuestro pecho recupera el aliento y el valor necesarios para seguir. Mientras charlan con nosotros algunos chicos que pasan por allí, con miradas chispeantes y voces temblorosas y aceleradas, la valla de metal tiembla, empieza a tambalearse y a emitir golpes sordos desde el otro lado que suenan como tambores de guerra, y luego va poco a poco combándose más y más todo a lo largo de la misma, unos trescientos metros, como un gigante acordeón o una sinuosa serpiente de paso acelerado. Al no poder ver lo que pasaba al otro lado, mi primera idea fue que el ejército estaba avanzando por detrás empujando a la multitud hacia la valla, por lo que la gente se agolpaba y en un intento de replegarse por el otro lado intentaba derribarla. Nada más lejos de la realidad. Armados con palos, palas o sus propios pies y manos, la gente fue derrumbando y seccionando la valla para después llevarla al frente de batalla en procesión y allí emplearla a modo de barrera y de escudo tras el que esconderse para arrojar proyectiles y con el que empujar para hacer retroceder al enemigo. Ver la pasión y la convicción con la que derribaron la valla fue apasionante, en medio del incesante trasiego de moto-ambulancias así como de personas de todas las edades y categorías posibles atropellándose en una y otra dirección, gritando, alentando, actuando con decisión. En unos 15 minutos habían derribado la valla al completo, dejándonos al descubierto el campo de batalla. Entonces, se pusieron a desfragmentar los bloques de piedra sobre los que previamente se apoyaba la valla para extraer munición de ellos, pedruscos del tamaño de un puño o un palmo que amontonaban sobre grandes jirones de tela sobre los que luego los transportaban al frente. Al fondo ya vislmbramos el culmen de la batalla, aunque lejano y confuso, como cubierto por una extraña neblina.
Fragor de la batalla
De un lado la masa vitorea, alza los brazos; sobre sus cabezas una lluvia de proyectiles diversos vuelan para ir a parar al otro lado, donde solo atisbamos un enorme chorro de agua que sale de una especie de tanqueta y que tras dibujar un sutil arco en el aire, va a parar al centro de la protesta. Habrá entre tres y cuatro mil almas en lo que es la columna de combate en sí, por lo que nos es absolutamente imposible ver nada del otro bando, donde el ejército repele a los protestantes justo a las puertas del ministerio de defensa. Además, la lluvia de proyectiles que siempre inundan el aire unidos a una especie de humos y vapores que parecen emanar del combae y al insoportable calor que hace crean un extraño manto sobre la escena que convierte en borroso todo lo que se encuentra a su alrededor. Tres o cuatro mil almas constantes en aquel infierno que contemplamos absortos frente a nosotros, a unos cien metros, pero el tráfico humano por detrás de la columna era igualmente denso, por lo que el número total podría duplicarse o triplicarse perfectamente. A nuestro lado, una imagen aún tiene la capacidad de sorprenderme. Una gruesa y gran mujer mayor, de pie, apoyada en un andador, grita enardeciendo a las masas, dando palabras de aliento a los jóvenes y a los no tanto, maldiciendo al ejército y a los enemigos de su país, de su tierra; traidores. Sin elevar demasiado la voz, sus palabras recorren grandes distancias y alcanzan hasta al más avanzado de los combatientes, pues tal era la gravedad e intensidad de su mensaje y tan solemne era su pose en medio de la esquizofrenia colectiva, la cual llegó a causarme verdadera emoción al verla, a recordarme en un instante, como un soplo, los motivos por los que toda esa gente combatía y se debatía entre la esperanza y la desesperación
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