Partida de España. Valor para marcharse y miedo a llegar. Muchos sentimientos encontrados tras varios días de despedida. En el aeropuerto y en el avión sentía que estaba empezando una nueva etapa de mi vida y cerrando otra tras mis pasos: emoción e incertidumbre.
Ya en Atenas percibo el caos en que se ha convertido esta ciudad en los últimos tiempos. Una huelga de trabajadores del metro me obliga a tomar el bus y descubro el infernal tráfico y la “curiosa” manera de conducir —un buen calentamiento para el Cairo— de los atenienses.
Ya en ese punto empiezo a ver una presencia policial más numerosa de lo que estoy acostumbrado (curioso ver a los policías viajar en moto de dos en dos, abrazaditos, como protegiéndose y aunando fuerzas).
En la plaza Syntagma, ni rastro del fulgor visto por televisión
Llego a Syntagma (la plaza) y ni rastro del fulgor visto por televisión. En sus cuatro lados, dos hoteles de lujo, un centro comercial y el parlamento griego, el lugar idóneo para molestar. En cada una de sus cuatro esquinas, una patrulla de la policía bien podría ser el ejército.
Tras un largo paseo por la zona, unas compras (siempre olvido el cargador del móvil) y cenar en un típico restaurante al lado de la Acrópolis, descubro a unos atenienses simpáticos y hospitalarios, pero algo reservados.
Después me recoge mi amigo Nikos, al que llevaba más de un lustro sin ver, en la puerta del museo nacional griego que se encuentra en una preciosa calle peatonal que va desde Syntagma a la Acrópolis.
Nikos me lleva a un bar típico del centro de Atenas con su pareja y unos amigos, a ver un concierto de blues de un viejo loco californiano (empezamos bien el viaje), Bob Brozman, un personajillo peculiar de aspecto y escenificación similar a Javier Krahe y muy comprometido con los problemas de ignorancia de su país natal y con el sentimiento revolucionario reinante entre los griegos que se gana varias ovaciones con sus letras, su buen hacer con la guitarra y el banjo y su humor irónico.
Los precios, sin embargo, para ser un simple pub, son exagerados. Doce euros por un tercio y un vasito de gintonic no me parecen al alcance de la mayoría de los bolsillos griegos, ni siquiera de los míos.
Doce euros por un tercio y un gintonic no parecen precios al alcance de los bolsillos griegos, ni de los míos
De ahí me llevan a otro bar que se encuentra en un barrio más alejado del centro, llamado Exachia, y Nikos lo denomina “el barrio anarquista de Atenas”, por ser donde se concentran la mayoría de personas “antisistema”, lo que se podría denominar el barrio más conflictivo de la ciudad. Noto como aumenta la presencia policial según nos vamos acercando. Parece que lo tuvieran sitiado.
Ahí terminamos la velada bien entrada la madrugada, con buena música funky y soul, risas en griego y conversaciones sobre la situación actual del país.
La verdadera masacre es en Siria, y de so la gente parece no acordarse, me dicen los amigos griegos
Me dicen que ahora todos los jóvenes europeos parecen apoyar al pueblo griego, porque se ven dentro de poco en su misma situación, porque se identifican con sus problemas, pero que donde está ocurriendo la verdadera injusticia, la verdadera masacre, es en Siria, y de eso la gente parece no acordarse o no importarle. “Ellos son los verdaderos héroes”. Es evidente la situación de Grecia como enlace entre Oriente y Occidente.
A la mañana siguiente, con una buena resaca y unas buenas ojeras de no haber dormido más que cuatro horas, Nikos me lleva volando en moto (literalmente, o al menos así lo sentí yo) a la estación de cercanías. Nos despedimos entre agradecimientos y verdaderas promesas de futuras visitas, y de ahí, al aeropuerto y al Cairo.
Desde el avión intento otear la ciudad, pero solo veo algunas pequeñas urbanizaciones rodeadas de desierto y algunos cultivos esporádicos.
Pie a tierra, y comienza el espectáculo. Primero, cambiar el dinero y obtener el visado; primeras bromas sobre mi procedencia y mi acento con el árabe, mucho más oxidado de lo que yo esperaba, por cierto. El cambio está a ocho guineas el euro aproximadamente, y la visa por un mes vale unas ochenta guineas; tendré que renovarlo mensualmente.
En el aeropuerto del Cairo todos me preguntan que de dónde soy. A todos les encanta España
Recojo las maletas y me acerco a la puerta de salida (o entrada) rechazando ofertas de taxistas o de jóvenes que quieren ayudarme con las maletas a cambio de un puñado de guineas. Todos me preguntan de dónde soy, a todos les encanta España, todos me preguntan si Real Madrid o Barcelona. La sonrisa que todos me brindan a modo de bienvenida me alegra y me tranquiliza bastante. Se preocupan por hacerme sentir en casa.
Un hombre trajeado se me acerca y se presenta, dice venir de parte del gobierno y me enseña su acreditación, me dice que el gobierno le envía para proteger a los extranjeros, ya que las cosas están un poco turbulentas con las manifestaciones y demás, y que tiene un coche para llevarme a donde quiera. Me lleva al coche tras darme una vuelta completa por todo el aeropuerto charlando, ganándose mi confianza, y al llegar me dice que son doscientas guineas (mis amigos me dijeron que el precio adecuado era cincuenta), así que me hago el enfadado y le digo que no más de cincuenta.
Como no baja de sesenta me voy a buscar a un taxista de verdad. Al final, no consigo más que setenta más diez de propina hasta Madinat annasser, el barrio donde está mi centro de lenguas y donde viven mis compañeros de beca españoles, los cuales me han acogido la primera semana: Alicia, Ainhoa y Javi.

Mis compañeros de clase. De izq a dcha: Ainhoa, Adelina, Alicia, Hafsa, el portero del piso, Azizi, y Javi.
Mi primer viaje en coche por el Cairo es bastante tranquilo, salvo porque mi taxista conducía hablando por teléfono y sin mirar a la carretera, pero ya me fue vislumbrando lo que luego comprobaría: toda una locura, toda una experiencia. Conducen a una velocidad desmedida y a una distancia milimétrica unos de otros, se cruzan en cualquier momento, van en dirección contraria por todas partes, no hay apenas semáforos ni señales y a las pocas que hay no se les hace demasiado caso.
Nada más llegar al barrio vi a un niño de unos ocho años conduciendo un coche con otros cuatro niños de pasajeros
Los guardias están para ayudar o guiar un poco, no para penalizar, pues todo parece estar permitido. La circulación fluye como por arte de magia, como si tuviera vida propia. Nada más llegar al barrio vi a un niño de unos ocho años conduciendo un coche por una calle estrecha con otros cuatro niños de pasajeros, o a otro de unos doce en moto a toda leche. Desde esa edad empiezan a conducir, todos son excelentes y precisos conductores y tienen total confianza en sus capacidades y en las de los demás. Usan el claxon para avisar de cada movimiento, cada aproximación, adelantamiento o cambio de sentido, tanto que llega a dolerte la cabeza de escucharlo.
Tienen sus proprias normas de circulación y les funcionan
Tienen sus normas propias de circulación y les funcionan, y aunque para un extranjero parezca al principio imposible manejarse, pronto se convierte en divertido, si logra superar el vértigo inicial.
Una vez llegado a casa de mis huéspedes e instalado, toca descanso para empezar a pensar en los siguientes pasos de mi viaje: curso de lenguas, visitas al centro y lo más divertido: buscar piso. Comienza el regateo.
Gracias bisobrino, apartir de ahora «biso», por conpartir tus experiencias. Espero que te lo pases super bien y que sigas en tu onda; a ver si tu biprima te hace una visita y nosotros también. Te seguiremos con interes tus devaneos cariocas,Condios.
Pepe Villén
!ENHORABUENA¡Haijado por ser tan buen estudiante,espero que te vaya muy bien en toda esta vida que tienes por delante ya que te lo mereces por muchas razones,mucha salud y mucha suerte,un abrazo fuerte de como tu me llamas,Carlitos.
Carlos Jesus Villen Rueda